"No pinto el ser, pinto el pasar", dice Montaigne (Ensayos, III, 2), tal vez recordando a Heráclito. Todo está de paso por este lugar: lo mostrado, quien lo muestra, quien lo ve. Al fondo, la montaña Huangshan, en el corazón de China, por donde anduve deambulando hace unos años. Y conste que, si el título de este cuaderno está en francés, es solo porque en español ya estaba ocupado. En realidad, esa imagen, la montaña vacía, es un lugar común del taoísmo. ¿Y no son estos cuadernos, al fin y al cabo, un lugar común por donde todos transitamos? Lugares comunes, lugares ocupados, lugares vacíos.

domingo, 16 de noviembre de 2014

Un nuevo Montaigne en español

Acaba de publicarse, en Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, mi edición bilingüe anotada de los Ensayos de Montaigne, a la que he dedicado en total diez años de trabajo.


Sobre esta nueva edición han aparecido dos entrevistas: una de Antonio Fontana en ABC Cultural de 8-XI-2014 y otra de Alberto Gordo en El Cultural de 15-XII-2014Transcribo aquí el texto completo de ambas entrevistas:

ABC Cultural

Los Ensayos son un libro en movimiento: entre 1580 y 1588 se publican varias ediciones, a las que hay que añadir la "edición póstuma".

En efecto. Los Ensayos van creciendo hasta la última edición publicada en vida del autor, que data de 1588 y comprende ya los tres libros. Montaigne muere en 1592. En 1595, su ahijada Marie de Gournay publica una nueva edición que presenta numerosos retoques y amplía en un tercio el volumen de la obra. Es la llamada “edición póstuma”. ¿De dónde salieron esos cambios y adiciones? Gournay, en su prefacio a esa edición, se limita a indicar que utilizó “esta copia” y que existe “otra copia”. Cuáles eran esas copias, cuál de ellas autorizada en fecha más tardía por el autor, cuál menos tocada por intervenciones ajenas (de la propia Gournay, del poeta Pierre de Brach, del impresor Langelier, de otros copistas), cuál la supuestamente enviada por correo a París por la viuda de Montaigne, son interrogantes que con el tiempo generaron miles de hipótesis. Ese texto de 1595 se impone y es el que se reedita a lo largo de los siglos XVII, XVIII y parte del XIX.

A esa "edición póstuma" hay que sumar el llamado "ejemplar de Burdeos". ¿Cuáles son las diferencias entre estas dos fuentes?

A finales del siglo XVIII se descubre en la Biblioteca Municipal de Burdeos un ejemplar de la edición de 1588 anotado de puño y letra de Montaigne con vistas a una nueva edición. Es el llamado “ejemplar de Burdeos”. El interés que los estudiosos prestan a ese libro va aumentando y culmina con la publicación, entre 1906 y 1933, de la edición Strowski. En ella se basa la lectura de los Ensayos que prevalece a lo largo de todo el siglo XX. El texto de la “edición póstuma” y el del “ejemplar de Burdeos” coinciden en bloque, pero difieren en multitud de detalles: la “edición póstuma” regulariza estilo y léxico, lima aristas, hace aclaraciones, incorpora fragmentos, cambia el orden de párrafos y capítulos enteros… Es imposible saber si las correcciones y anotaciones del “ejemplar de Burdeos” son la última voluntad del escritor; lo que sí sabemos es que son su última voluntad documentada. Y no sabemos con certeza si Gournay las utilizó. En último análisis, la autoridad de la “edición póstuma” se basa en conjeturas; la del “ejemplar de Burdeos”, en una realidad.

¿Qué texto ha seguido usted y por qué?

Ojalá hubiera podido imprimir aquí la divisa de Montaigne: una balanza en equilibrio, con el lema “¿Qué sé?” Si las investigaciones de los más finos especialistas franceses a lo largo de dos siglos no han conseguido zanjar esta enrevesada cuestión, no iba a hacerlo yo. Pero sí me tomé la molestia de leer los trabajos científicos más autorizados y recientes que se habían publicado al respecto, y cerré el asunto cuando leí el debate entre Tournon y Céard publicado en 2003, que sintetiza lo esencial. Me convenció el criterio de Tournon, que puede resumirse así: la “edición póstuma” sirve como complemento del “ejemplar de Burdeos”. Empecé a trabajar con las ediciones Villey-Saulnier y Thibaudet-Rat, ambas basadas en el “ejemplar de Burdeos”, sin perder de vista la edición Tournon de 1998. Para el complemento de la “edición póstuma” utilicé la edición Céard de 2001, que es excelente. El texto Villey-Saulnier, en francés antiguo, me permitía además apoyarme en la estupenda edición en línea de la Universidad de Chicago. El texto último de Tournon, modernizado, se publicó en Italia en 2012, y lo adoptamos a posteriori para la edición bilingüe.

Con la suya son ahora seis, si no me equivoco, las traducciones completas de los Ensayos al español. Y parece que la última, publicada en 2007, tuvo buena acogida.

Efectivamente. Cuando se perfila el proyecto de esta traducción, entre 2002 y 2004, existen cuatro traducciones integrales. Calculo que más o menos por esos mismos años se inician las de Lemarchand, Jacomet y Bayod. De manera que mi traducción no surge en respuesta a esas tres, sino simultáneamente a ellas y desconociéndolas por completo. Lemarchand se detiene en el libro I; Jacomet fallece y no pasa del libro II; Bayod concluye el trabajo y lo publica en 2007. Esta última traducción, como dice usted, ha sido bien acogida. Con razón, porque es seria y competente. Pero a mí no me satisface como lector. Es un texto traducido, no escrito. Le falta sabor. Echo de menos en él cualidades que son esenciales en el original: cambios de ritmo, tono y registro, sonoridad y expresividad, quiebros y sesgos, hilo conductor, referencias léxicas internas, estructura del periodo, inserción de las citas en el discurso… En los lugares difíciles, que son muchísimos, a menudo falta una comprensión cabal, y con ella una solución idónea (en traducción siempre hay más de una solución idónea). Opino que en general no transmite el sentido de esa escritura, hacia dónde va. En fin, respeto mucho ese trabajo, pero nuestros enfoques son diferentes.

¿Y cuál ha sido su enfoque?

Se me ocurren tres palabras que empiezan por la misma letra: claridad, continuidad, correspondencia. El fin último es que Montaigne seduzca al lector, que este sienta crecer su interés a medida que avanza en el capítulo, disfrute leyendo y tenga ganas de continuar, consciente de que las claves de su comprensión están en el texto mismo y de que ha de estar atento para que no se le escapen; en definitiva, que lea con una mezcla de placer e intriga, como cuando lee una buena novela. El hecho de identificarme en muchos aspectos con la personalidad del autor me ha ayudado a meterme en su piel y en su escritura. En la introducción al libro lo llamo implantación, pero cabría explicarlo recurriendo al principio de fidelidad, que actúa en diversos planos, y uno de ellos es el lenguaje. Me gustaría pensar que la voz de nuestros clásicos resuena en mi traducción, y lo clásico bien entendido es siempre actual. No hay concesión alguna al arcaísmo ni a ningún tipo de floritura ni rebuscamiento, pero sí atención a las sutilezas, llanezas, incluso extravagancias que son propias de la mejor literatura de finales del XVI, que están en Cervantes, en Shakespeare... Seguro que habré errado muchas veces, pero lo que me importa es que ese lenguaje, con todos sus contrastes, perdure; y si nos sirve para aproximarnos a un autor rico y polifacético como es Montaigne, pues tanto mejor. En todo ello el traductor es un mero intermediario: debe desaparecer.

La edición como tal ¿qué aporta desde su punto de vista?

Es una edición muy cuidada, equilibrada y completa. Es la primera bilingüe, y eso ya es una aportación notable que requiere audacia y exigencia. Por primera vez la lectura de la traducción castellana puede hacerse de corrido, sin tropezar con impedimentos gráficos. Todo se indica en la versión francesa, y en ella figura también la versión original (casi siempre en latín) de las citas literales. En la versión castellana, las citas están traducidas directamente y puestas en cursiva, de modo que el lector las lee integradas en el texto, mientras que hasta ahora tenía siempre que “saltarse” la cita original para consultar su traducción en nota a pie de página, o a renglón seguido entre corchetes, o de alguna otra manera siempre incómoda. Y además aquí lee verso cuando es verso, y sin interrupción. Si algo llama la atención, se puede acudir a la página de enfrente o a las notas del final del volumen, o a ambas cosas. Creo que este sistema halla un buen equilibrio entre la presencia del aparato crítico y una lectura ágil y fluida. Y la exigencia continúa: ya estoy anotando despistes míos que tengo que corregir.

El proyecto que usted culmina ahora lo empezó con Claudio Guillén.

Así es: a Claudio debo el impulso inicial. Entonces nada sabíamos, pero ahora sabemos que él no fue el único que percibió la necesidad de una nueva traducción de los Ensayos en el cambio de siglo. Él, como otros, llegó a la conclusión de que las traducciones existentes no eran satisfactorias. En su análisis no tuvo en cuenta las numerosas traducciones parciales, y de las cuatro integrales consultó dos, las de Román y Montojo. De las inglesas miró la de Screech, pero no la de Frame, que para mí es la mejor de todas. Claudio tenía una genuina formación multilingüe, europea; vivía la buena literatura con auténtica pasión, de manera casi física, y Montaigne era su debilidad. Me transmitió siempre un gran estímulo, fue infatigable en la defensa del proyecto y me otorgó una confianza que yo no merecía.

Luego vinieron diez años de trabajo. ¿Una tarea prolongada, ardua?

Han sido diez años en total, pero con un ritmo de trabajo desigual y discontinuo. Y sí, ya se sabe, cuando uno se embarca en un empeño de esta magnitud se desatienden otras cosas: familia, ocio, viajes, aficiones, otros trabajos... Muchos fines de semana secuestrados; las vacaciones con libros, atriles y ordenador a cuestas, y mis hijos gritándome “¡Papá, ven a la piscina, deja el libro!” Y la paciencia de mi mujer: infinita. La demora en la publicación obedece a muchos factores. Tuve algún contratiempo, como una hernia discal que me tuvo alejado del escritorio durante muchos meses. Por otra parte, al estar el proyecto inscrito en un marco institucional, el cambio de gobierno de 2004 trajo consigo un parón de un año; después, cuando Claudio fallece a comienzos de 2007 (exactamente un mes después que mi padre, imagínese), todo queda en el aire durante otro año más. Con Claudio se fue, no solo todo lo que habíamos concertado y definido, sino también su empuje, su ilusión, fruto de su calidad humana e intelectual. No era razonable esperar todo esto de sus sucesores. Después, relanzar el proyecto conllevó nuevas y largas gestiones, en las que tengo mucho que agradecer a mis maestros y amigos Pablo Jauralde y Mario Hernández; por último, el paso de la edición monolingüe a la bilingüe, ya encauzado el libro con Galaxia, supuso una inmensa labor de revisión retrospectiva, consolidación, repaso, cotejo, ajuste... Y, aparte de la traducción, está la tarea de investigación, comprobación de fuentes, lectura de los clásicos y de la literatura humanista contemporánea, refresco del latín... En definitiva, todo un aprendizaje, que al final es lo que me queda.

Después de "convivir" diez años con él, ¿qué opinión se ha formado de Montaigne? ¿Cómo era o cree que era?

Él mismo nos dice mucho de cómo se veía él, y no tenemos motivo para dudar de su buena fe, pues suele extenderse en sus defectos y apenas menciona sus virtudes. Era un caballero de la pequeña nobleza y se educó conforme al modelo del cortesano renacentista. Sabemos que era bajito y fornido, buen jinete. Afable en el trato, pero también retraído en público; nada elocuente en las reuniones sociales y propenso a la ensoñación y al ensimismamiento. Mujeriego y amigo de juergas en la juventud, severo en la madurez. Apasionado, pero capaz de mantener siempre la compostura. Impaciente y curioso, algo maniático y caprichoso, muy atento a lo corporal. Un espíritu delicado (como demuestran su amistad con La Boétie y su amor por la poesía) dentro de un cuerpo hecho a las penalidades de la vida castrense. En el medio doméstico, considerado con su mujer, pero sin efusiones; irritable con los criados, pero capaz de transigir para evitar conflictos. Me gusta imaginarlo, por ejemplo, saludando cortésmente a un alto magistrado, presuntuoso y petulante, y poniendo enseguida cualquier excusa para retirarse, farfullando Quel sot! (¡Menudo imbécil!). Cuando visité su residencia hace años, convencí a las responsables para que me dejaran recorrer solo y a mis anchas toda la zona, en la cual se halla el famoso torreón en que escribió los Ensayos. En la mampostería de uno de los pisos, el escritor había mandado horadar una especie de nicho para poder esconderse ahí cuando se presentase una visita importuna. Como nadie me veía, me metí en aquel hueco para empaparme en lo posible de su espíritu… Esta imagen del señor de la hacienda, agazapado en ese habitáculo angosto, mirando a la pared y esperando a que se vaya el pesado visitante, dice más del personaje que cualquier caracterización.

La mentira, la educación, la desigualdad, la libertad de conciencia, la filosofía, la justicia... ¿Hay algo sobre lo que Montaigne no haya escrito en sus Ensayos?

Claro, si mira usted el índice de los Ensayos se asombrará ante la pluralidad de temas que abarca. Algunos sumamente precisos, como los militares; otros de gran amplitud, como los morales. Algunos son meros comentarios de una frase y ocupan media página; otros son libros enteros por derecho propio. Pero los títulos no lo dicen todo: uno anuncia un comentario de Virgilio y habla de sexo; otro empieza hablando de los carruajes y acaba describiendo los pueblos del Nuevo Mundo; el parecido de los hijos a los padres da lugar a un juicio sobre la medicina, y así tantos otros. Algunas de esas graves cuestiones se desarrollan por extenso; otras se tocan tangencialmente en los excursos, que son la trama misma de los Ensayos. Desde luego se trata de un libro misceláneo, y se presenta con apariencia de florilegio, ese género tan típico del siglo XVI que en nuestra literatura produce por ejemplo la Silva de varia lección de Pedro Mexía. Pero va mucho más allá del florilegio, pues se adentra en lo testimonial y especulativo, al modo del discurso contemporáneo, abarcador de múltiples formas; y tampoco pretende ser una poliantea o recopilación de saberes heterogéneos. Realmente su planteamiento es muy original. Anécdotas y ejemplos aparte, si tuviéramos que citar un tema de importancia que no está presente en los Ensayos, podríamos señalar el medio ambiente. No era esta una preocupación de su tiempo. Sin embargo, los pasajes sobre los animales, inspirados en Plutarco y Lucrecio, son extraordinarios; y a lo largo de todo el libro se percibe la sensibilidad hacia el poder creador y regulador de la naturaleza.

¿Cómo describiría la personalidad de Montaigne? ¿Sería descabellado decir que era políticamente incorrecto?

Los rasgos de la personalidad de Montaigne se trasladan directamente al papel, como la tinta: compasión y lealtad, conciencia escrupulosa, devoción exenta de superstición, enaltecimiento de la amistad, abominación de la crueldad, aprecio de los placeres sencillos y directos, pasión por la lectura y sensibilidad a los encantos de la poesía, necesidad de soledad, gusto por la conversación instructiva, insaciable curiosidad, huida de las preocupaciones y nimiedades, pereza ante las tareas utilitarias, rechazo de la pedantería y la afectación, sentido del humor y socarronería, tendencia a dudar y relativizar, capacidad para expresar sin melindres los gustos y preferencias personales… Y es verdad, afirmo en la introducción que el discurso de Montaigne es “políticamente incorrecto”: lo hago un poco para incitar al lector actual, pero no creo que sea ningún disparate. Como antes otras épocas, la nuestra ha inventado una fórmula para dar carta de naturaleza a la hipocresía, sin la cual la sociedad no puede funcionar. Este endiablado invento abarca un aspecto lingüístico (el eufemismo universal) y otro ideológico (la proscripción de toda idea que no respete la mitología reinante). En pocas palabras: Montaigne fue un heterodoxo en su época; y, en la medida en que llama a las cosas por su nombre e ignora todas las convenciones del pensamiento y de la expresión, hoy sería políticamente incorrecto.

Pero usted dice que Montaigne es conservador…

Una cosa no quita la otra. Montaigne es conservador porque ha comprobado hasta dónde pueden llegar el desafuero y la violencia cuando al ser humano se le mete en la cabeza que ha de cambiarlo todo para salvar a sus semejantes. En aquella Europa no existían las estructuras políticas, jurídicas e institucionales que ahora permiten hacer evolucionar la sociedad de manera gradual, sin convulsiones, a medida que en ella se generan acuerdos y mayorías (aunque últimamente hasta esto se pone en cuestión, lo cual me parece peligroso). En aquella época un cambio político significaba un cataclismo, puesto que conllevaba una alteración súbita y absoluta del orden social, de las creencias religiosas, de las costumbres, de las normas de convivencia... Montaigne se ampara en los clásicos para afirmar que si alguien quiere cambiar el orden establecido debe antes demostrar que el orden que desea instaurar será mejor, y hacerse responsable de ello. Destruir es fácil, construir no tanto. Montaigne vive de cerca las guerras de religión, desencadenadas por la introducción del protestantismo en Francia, que él llama la “gran novedad” de su tiempo, y por la reacción virulenta a ese cambio; a unos centenares de metros de su casa degüellan niños, violan muchachas, empalan hombres… Todo ello en aras de la reforma, la renovación, la salvación, la verdad. En suma, ser conservador es su forma de conjurar todo radicalismo y fanatismo, y no le impide aspirar a que el ser humano y su mundo tan imperfecto se hagan mejores; pero cree que toda auténtica mejora parte del individuo.

Este aspecto político parece poco conocido. ¿No tiene la sensación de que los Ensayos son uno de esos libros de los que todo el mundo habla pero muy pocos han leído?

Pues, a juzgar por el encono y el maniqueísmo que presiden la vida pública en España, yo diría que se ha leído poco a Montaigne… ¿no le parece? Bueno: los Ensayos son uno de esos “clásicos universales” que se reeditan con frecuencia en ediciones asequibles, a veces casi regaladas junto con la prensa, y se han publicado de ellos numerosas selecciones. Por lo tanto su difusión editorial es amplia, pero nada sabemos de su lectura efectiva. No olvidemos que se trata de un clásico extranjero, y además del lejano siglo XVI, y que circula con la etiqueta de libro filosófico, sinónimo de difícil y aburrido… Si se refiere usted al medio literario o académico, no tengo la menor idea porque no lo frecuento, pero intuyo que los Ensayos, como tantas otras obras del canon occidental, están en boca de muchos y en la mesilla de pocos. Cabría hacer extensiva esta sospecha a nuestros clásicos: ¿quién, dentro del gremio de la crítica literaria actual, ha leído el Guzmán de Alfarache, las obras morales de Quevedo, las Soledades de Góngora, los tratados de Baltasar Gracián? De todas formas, en internet hay comentarios inteligentes e informados sobre los Ensayos, sobre todo en blogs.

Convénzame: ¿por qué leer los Ensayos en 2014? ¿Qué vigencia tienen hoy?

Intentaré convencerle. Podría acumular adjetivos y decirle que los Ensayos son una obra divertida, incisiva, amena, conmovedora, profunda, rebelde, sorprendente. Que nos hablan con cercanía de problemas tangibles de nuestra humana condición, y que la mirada fresca que vierten sobre ella nos abre perspectivas no agotadas, perfectamente aplicables al mundo en que vivimos. Que reivindican la libertad, la amistad, el cuerpo, el placer, la honestidad consigo mismo, el cultivo de la vida interior, y que su escepticismo de fondo no les impide preconizar que vivamos y sintamos intensamente... Pero todo esto suena retórico y banal. Creo que la vigencia de Montaigne estriba sobre todo en su actitud intelectual, humana. Las ideas y opiniones ganan y pierden validez con los vaivenes históricos; las convicciones morales y las leyes de la costumbre varían entre unas y otras culturas, como el propio Montaigne ilustra extensamente. Pero una actitud mental abierta, franca y elástica puede servir en todo momento y lugar. Lo es la de Montaigne, como de otra forma lo es la de Sócrates, uno de sus grandes modelos. No es solamente la capacidad de cuestionar sin refutar (aprendida en la doctrina pirrónica), de pensar sin predicar; es algo más. Tanto en sus escritos como en su entorno político, Montaigne, moderado en tiempos de extremismo, defiende y practica algo fundamental que todavía no tiene nombre: la tolerancia. Lo hace poco antes de que ese concepto inspire en Francia una política oficial, y mucho antes de que Voltaire lo defina para el mundo moderno. Ese es su principal legado. No sé si le he convencido.


El Cultural

Lleva diez años con este trabajo que ahora culmina y que comenzó con el impulso de Claudio Guillén. ¿Cómo surgió la idea de llevar a cabo un proyecto de esta envergadura?

Son diez años desde el inicio del proyecto, pero con un ritmo de trabajo desigual y largos parones. Claudio pregonaba la necesidad de un nuevo Montaigne en español porque las traducciones existentes no eran satisfactorias. Yo le convencí para que añadiéramos la anotación, y con ello asumí una enorme tarea. Mucho después, cuando Joan Tarrida me propuso montar la edición bilingüe, sabía que —una vez más— supondría para mí una inmensa labor de revisión. Así el libro fue creciendo en tamaño y complejidad.

En la advertencia al lector, Montaigne dice que destina el libro “a parientes y amigos”, pero esto resulta difícil de creer. ¿Cuáles cree que eran las intenciones de Montaigne al escribir su obra?

Con lo de los “parientes y amigos” Montaigne se pone a salvo de toda pretensión de alcanzar la fama (algo que reprocha a Cicerón). Porque no escribe para la posteridad: repite que es aprendiz y no profesor, que ignora si sus divagaciones serán útiles a nadie... En mi opinión, Montaigne escribe para sí mismo. En algún lugar dice que en soledad la mente le genera caprichos y monstruos, y que decidió apuntarlos para algún día avergonzarla con ellos. Los Ensayos serían así la terapia de un hombre propenso a la melancolía.

¿Fue la experiencia lo que convirtió a Montaigne en un escéptico?

Su escepticismo no es un acto de desilusión, sino de lucidez, en el fondo de valentía: por eso fascinó a Nietzsche. Teniendo la formación propia de un caballero cristiano, espontáneamente se acerca a aquellas zonas de la filosofía en las que se tiende a poner las ideas bajo prismas distintos: todo se puede argumentar en un sentido o en el contrario; no alcanzaremos siquiera la certeza de que no podremos alcanzar la certeza… La experiencia, tanto personal como política, corrobora estos axiomas del pirronismo.

La tendencia de Montaigne a ilustrar sus reflexiones con hechos ocurridos en la historia conecta de algún modo ese conservadurismo que usted llama “pragmático y no militante”. ¿Él es conservador porque la historia le ha enseñado que los grandes cambios llevan irremediablemente al desastre?

Montaigne parte de la historia leída para iluminar la historia vivida, y en ambas aprende que aniquilar el orden político significa caer en una incertidumbre en la que se pierde la libertad individual, y con ella toda posibilidad de mejora colectiva. Conservador no significa inmovilista: Montaigne escudriña en los clásicos y en sus propias inclinaciones para enfocar novedosamente muchos aspectos de la vida: salud, justicia, educación, cultura… Hoy diríamos que tiene opiniones “alternativas” sobre estas cuestiones.

Respecto al modo de pensar de Montaigne mencionado en su introducción: ¿sería posible encuadrarlo en alguna casilla de nuestro actual imaginario de ideologías (liberales, conservadoras, etc.)?

Sería anacrónico llamarle liberal, puesto que el liberalismo es indisociable de la moral burguesa, y Montaigne vive y siente desde dentro del antiguo régimen. Aprecia la tradición, pero no la defiende a ultranza: somete a examen costumbres y convicciones asentadas, incluso de orden político; se atreve a poner en cuestión la escala de valores de la cultura occidental; y, en materia teológica, intenta no meterse en líos, pero al final acaba diciendo cosas poco ortodoxas. En resumen: hoy sería un pensador libre, con la diferencia de que huye de toda extravagancia y no necesita estar constantemente inflando su ego y provocando al vecino.

A qué cree que responde la absoluta vigencia de sus textos? ¿Qué tiene Montaigne que ha seducido a tantas generaciones de lectores y pensadores?

Creo que su atractivo reside en su actitud: abierta, irreverente, cordial, elástica. Cautiva su forma de pensar en libertad, sin pedantería ni sermón, con una curiosidad que es insaciable pero sabe detenerse ante los misterios de la vida. El lector aprecia su reivindicación del placer, su repliegue en la interioridad, su atención a lo cotidiano, su sentido del humor… Creo que todo eso puede resumirse en la benevolencia: hacia nuestros semejantes, pero sobre todo hacia uno mismo. Con ese sentir se identifica Rousseau. Montaigne seduce a la época moderna porque, aun partiendo de la inanidad del ser humano, aprendida en los libros sapienciales de la Biblia, propone vivir con intensidad y de acuerdo con la naturaleza.

Ha escrito que la tolerancia es el principal legado de Montaigne. ¿Fue en esto un adelantado a su tiempo? ¿Qué problemas le acarreó adoptar esa postura?

Montaigne no fue el único que defendió la tolerancia (sin usar ese término) en una época de feroz radicalismo. Pienso en el humanista Casteillon (citado en los Ensayos), defensor de Servet contra el fanatismo de Calvino, como dramáticamente narró Stefan Zweig. Montaigne habría preferido no tener que decantarse en medio de conflicto tan virulento, pero entendió que era su deber cívico, y medió entre ambos bandos en su condición de legitimista y católico moderado. Pero sobre todo su tolerancia se observa en su relativismo filosófico, que le hace atractivas las ideas de Pirrón, en su capacidad para entender argumentos opuestos. Políticamente esta posición no fue cómoda: en algún lugar dice que es considerado güelfo por los gibelinos y gibelino por los güelfos.

En España la primera traducción completa de los Ensayos llega en 1899, lo que hace pensar en que no han estado muy presentes en nuestra tradición, al menos hasta entonces. Pero esto cambia durante el siglo XX (Azorín, Pla).

Después de Quevedo, que admira a Montaigne desde el neosenequismo, los Ensayos casi desaparecen del panorama español, en parte debido a su inclusión en la lista de libros prohibidos. En el XVIII los recupera tímidamente Jovellanos. La publicación de la primera traducción a finales del XIX es un síntoma más del renovado interés que la obra suscita en plena renovación de la estética literaria y del pensamiento en nuestro país. Naturalmente los intelectuales la leen en francés. Es curioso observar que, del XVII al XIX, mientras Francia domina culturalmente, un país tan pendiente de todo lo francés como es España prestara tan poca atención a los grandes hitos anteriores al clasicismo.

Hace referencia en la introducción a las dificultades que entraña la traducción de Montaigne. ¿Pierde textura su prosa al trasladarlo al español? ¿Con qué dificultades se ha encontrado?

Los Ensayos ofrecen innumerables dificultades al traductor: la lengua antigua y el sentido dudoso de muchos vocablos, giros y estructuras; el hilo entrecortado y sinuoso del pensamiento, abierto en multitud de ramificaciones y excursos; los cambios desconcertantes de ritmo y de tono; el aspecto material del lenguaje… La prosa de Montaigne no tiene la menor voluntad de estilo, pero precisamente por ello constituye todo un estilo en sí misma. He intentado que pierda lo menos posible su contextura, pero sin abdicar en ningún momento de un imperativo de claridad: nunca traducir sin entender, aunque lo que se entiende sea complejo y confuso.