"No pinto el ser, pinto el pasar", dice Montaigne (Ensayos, III, 2), tal vez recordando a Heráclito. Todo está de paso por este lugar: lo mostrado, quien lo muestra, quien lo ve. Al fondo, la montaña Huangshan, en el corazón de China, por donde anduve deambulando hace unos años. Y conste que, si el título de este cuaderno está en francés, es solo porque en español ya estaba ocupado. En realidad, esa imagen, la montaña vacía, es un lugar común del taoísmo. ¿Y no son estos cuadernos, al fin y al cabo, un lugar común por donde todos transitamos? Lugares comunes, lugares ocupados, lugares vacíos.

domingo, 16 de diciembre de 2012

Se han ido dos músicos de verdad

En cuestión de días se han marchado dos músicos excepcionales: el pianista de jazz Dave Brubeck y el sitarista Ravi Shankar, nacidos en el mismo año de 1920. Ambos abrieron caminos a sus respectivas tradiciones musicales, llevándolas por nuevos terrenos de experimentación; y, puestos a encontrar coincidencias, acaso no sea impropio añadir que para ambos la música era una auténtica búsqueda espiritual (si es que esto significa algo a estas alturas). Esa dimensión de algún modo trascendente resulta más o menos previsible en Shankar, dada su procedencia, pero es un poco más significativa en Brubeck, si se piensa que tuvo la iniciativa de hacerse católico en su madurez.
 

Brubeck, californiano, sigue una dilatada trayectoria que comienza a dar sus frutos en los años 40, en colaboración con el saxofonista Paul Desmond, y que continúa desde entonces predominantemente en un cuarteto cuyos componentes van cambiando con los años, hasta que la formación llega a acoger incluso a varios hijos del pianista. Brubeck ha publicado más de un centenar de álbumes, y entre lo más destacado de su aportación se suelen citar sus incursiones armónicas, o también inusitadas variaciones rítmicas como el 5/4 del saltarín y gentil “Take Five”, o el 9/8 del estimulante e inquieto “Blue Rondo a la Turk”, temas ambos pertenecientes al álbum Time Out (1959), el primer gran superventas del jazz. Sorprenden a un tiempo la versatilidad y el rigor de este músico prolífico, capaz de deslizarse desde el tono intimista, otras veces desenfadado, hasta los modos más tortuosos del jazz progresivo. Brubeck, además, es uno de los pocos músicos de raza blanca que llegan a dominar en tan diversas facetas el lenguaje del jazz en los años 50, una época en que la cuestión racial era determinante en todos los sentidos: él mismo se declaró molesto cuando la revista Time le dedicó a él una portada antes que a Duke Ellington.
 
 
Shankar nació en la sagrada Benarés, a orillas del Ganges, y dedicó una vida entera a la interpenetración de las tradiciones musicales hindú y occidental. Los amantes de los Beatles lo conocemos sobre todo por haber sido quien introdujo a George Harrison en la música de la India y quien le enseñó a tocar el sitar, instrumento que hace su primera aparición en “Norwegian Wood”, de Rubber Soul (1965), y que poco a poco pasa a formar parte del canon instrumental de la música popular. Pero Shankar había ya fecundado con sus enseñanzas nada menos que al enorme John Coltrane (en agradecimiento este llamó Ravi a su segundo hijo), y había de colaborar después con músicos como el violinista Yehudi Menuhin y el guitarrista de jazz-rock John McLaughlin. Ahí quedan las participaciones en recitales de rock, los conciertos para orquesta y sitar... Sin duda, fusión es la palabra: un fenómeno que hoy ya resulta casi banal en todos los ámbitos de la cultura, pero que entrañaba mucha audacia y amplitud de miras en los años 60, cuando múltiples formas musicales eran extrañas al oído occidental; y en los 70, cuando McLaughlin funda la Mahavishnu Orchestra y despliega una música complejísima, tanto conceptual como técnicamente.
 
 
La improvisación, ese espacio de libertad que constituye la esencia del jazz, no es ajena a la música india, cuya estructura es a menudo fluctuante y cíclica. Por esos vastos espacios deben de haberse encontrado estos dos sabios de mirada dulce, cercana, en la que se atisba no sé qué envidiable júbilo. Vistos en sus últimos años, inspiran cariño y respeto estos dos abueletes risueños, vitalistas. Admira verlos entregados hasta el final a su pasión, dispuestos siempre a pulsar todos los resortes con que la música nos permite descubrir nuevas zonas de nuestra sensibilidad. Es mucho y bueno lo que nos dejan y vale la pena explorarlo.
 

viernes, 5 de octubre de 2012

It was 50 years ago today (5.10.1962)

Hace hoy cincuenta años, el 5 de octubre de 1962, se ponía en venta el primer disco publicado por los Beatles como grupo autónomo: el single "Love Me Do" / "P.S. I Love You". Sorprende pensar que la comercialización de este pequeño círculo de vinilo, entonces insignificante, haya cobrado con el tiempo una dimensión casi trascendental. Pero antes de examinar las circunstancias de ese nacimiento, recordemos sus antecedentes inmediatos.

Los dos ejemplares que un servidor posee del single originalLas diferencias en el sello muestran que corresponden a distintas tiradas del disco,
separadas por un intervalo de semanas. La cubierta de papel se presentó simultáneamente en estos dos diseños distintos.
El 6 de junio, en su primera visita a los estudios de EMI en Abbey Road, los Beatles, todavía con Pete Best a la batería, graban tomas de cuatro canciones, entre ellas "Love Me Do". El 16 de agosto, Best es expulsado del grupo, según se narra en otra página de este blog. El 18 de agosto, Ringo Starr, tras dejar a su grupo Rory Storm and the Hurricanes, toca por primera vez como miembro oficial de la banda en la localidad de Port Sunlight. El 22 de agosto, la cadena Granada TV filma el único documento visual conservado de una actuación de los Beatles en The Cavern, el local donde habrían de tocar 292 veces. Los técnicos hacen diversas filmaciones mudas y, en fecha posterior, varias grabaciones de sonido, una de las cuales se superpuso después a las imágenes para su difusión: se trata de la canción "Some Other Guy", y los detalles del proceso se explican aquí. El trauma de la sustitución del batería está reciente: al final de la grabación se oye a un aficionado gritar "We want Pete!". Al día siguiente, 23 de agosto, John Lennon se casa con su novia Cynthia Powell, después de que esta le ha comunicado que está embarazada de unas cuatro semanas. Julian nacería el 8 de abril de 1963. No se tomaron fotos en la boda, pero Cynthia hizo un dibujo. El 4 de septiembre, los Beatles realizan su segunda sesión de grabación, primera con Ringo, en los estudios londineses de EMI. Graban, entre otras cosas, varias tomas de "Love Me Do". El 11 de septiembre, tiene lugar la tercera sesión de grabación, esta vez con el batería Andy White, a quien el productor George Martin ha contratado por no haber quedado satisfecho con las prestaciones de Ringo una semana antes. "Love Me Do" queda concluida.


Fotograma de una de las filmaciones del 22 de agosto de 1962 en The Cavern
Ringo en los años con
Rory Storm and the Hurricanes
Cynthia a comienzos de los 60
Cynthia dibuja su boda, celebrada el 23 de agosto de 1962.
El padrino es Brian Epstein; los testigos, Paul y George.
Andy White
La sesión del 4 de septiembre de 1962

Dicen las historias que Paul compuso "Love Me Do" hacia 1958, a sus dieciséis añitos, mientras hacía novillos, y que después la concluyó con su compañero John, que aportó la sección intermedia. Es una canción sencilla y tersa de puro rythm and blues, pero también pudiera considerarse como el producto en miniatura de un vasto experimento, acaso no deliberado, de síntesis musical: una concepción lírico-amorosa convencional, pero mitigada por el marcado acento de blues, que se sostiene sobre la atrevida armónica de John; una estructura de rocker clásico, pero enriquecida por un ritmo lento y variado; una dicción dulce, ciertamente inspirada en el estilo de los Everly Brothers, pero dotada de mayor contundencia gracias a la complementariedad, al recíproco refuerzo tímbrico de las voces de John y Paul... El efecto de esta pócima, bajo su aparente inocencia, es drástico: seducción total. De hecho, combinados, los títulos de las dos canciones de este histórico single pueden leerse como una brevísima carta, entre admonitoria y premonitoria, dirigida por el grupo a su público, el ya adepto y el dispuesto a serlo, con un lacónico mensaje de intimación emocional: "Quiéreme mucho. Posdata: Yo te quiero a ti".

En este sentido, tiene "Love Me Do" un momento muy especial, que señala la originalidad de su expresión: el ruego que precede a la línea central, prolongado como un alarido exquisito de anticipación de placer: so plea-ea-ea-eaaaase... Es este un recurso que reaparece, más explícito y mitad falsetto, en "Please Please Me" (1963); y, ya con tintes de desesperación, en "Help!" (1965). La obvia resonancia sexual de esta súplica, estirada hasta lo imposible en un sonido a la vez agudo y armónico, mezcla de masculino y femenino, es marca de fábrica de los Beatles y, probablemente, buena muestra de los mecanismos en que basaron su todopoderosa capacidad de gustar. Pero no es un juego que caiga en fáciles histrionismos, sino que se complace en retozar con el oyente. Así, ante la inminencia de clímax en que se detiene ese grito, se produce un vacío inmenso y vertiginoso; y en ese espacio sin fondo se delinea nítidamente, surgido del silencio y en tono grave, el mensaje central, conminatorio: love me do. Parece que era John en un principio quien cantaba como solista, pero el hecho de que la primera nota de su frase de armónica coincidiera con la articulación de la sílaba do determinó que fuera Paul quien cantara en solitario la línea central. Y ahí está, asomándose a un abismo, como si saliera por una puerta a un escenario vacío para pronunciar una frase mágica ante la multitud. No es extraño que (en una de las versiones) le tiemble la voz, como él muy bien recuerda y nosotros podremos siempre oír.

El grupo posa, ya con cierta seguridad, durante la grabación del 4 de septiembre de 1962.
George tiene un ojo morado como consecuencia de una reyerta provocada entre los fans por la sustitución de Pete Best.
No nos extendamos mucho, pero recordemos que la historia de la grabación de “Love Me Do” tiene algo de rocambolesco y zigzagueante, debido fundamentalmente a las vicisitudes de la percusión, y que en muchos aspectos se contradicen los testimonios de sus protagonistas. En resumen, sabemos que, en la primera sesión de grabación realizada por los Beatles en EMI el 6 de junio, tocó la batería Pete Best. Esa es la versión que había de quedar inédita hasta publicarse, tanto en vinilo como en CD, en el primer bloque de la serie Anthology (1995). El 4 de septiembre, con Ringo a la batería, se realizaron las primeras tomas de la canción destinadas al disco. La mezcla de esta versión aparecería únicamente en los primeros miles de ejemplares impresos del single “Love Me Do” / “P.S. I Love You” y fue reproducida posteriormente en el disco estadounidense Rarities (1980), en el disco Past Masters, volume one (1988) y, más recientemente, en el CD Mono Masters (2009). La tercera versión corresponde a las grabaciones del 11 de septiembre, en las que Andy White toca la batería, y Ringo, a modo de consolación, la pandereta. Esta versión, más rápida y mejor resuelta, se imprimió en las tiradas siguientes del single y se incorporó al repertorio discográfico oficial al ser la elegida para figurar en el primer LP, Please Please Me (1963). Escuchar y percibir las diferencias entre estas versiones, desde nuestra perspectiva actual, forma parte del placer de rememorar y degustar aquellos comienzos algo vacilantes pero, por qué no decirlo, encantadores.

Con este disquito, aparentemente discreto e ingenuo, pero preñado ya de atisbos y signos reveladores, se iniciaba una auténtica revolución sonora. Era, sin saberlo, la primera pieza de un fabuloso caleidoscopio, y con ella empezaba a ensamblarse un legado que año tras año, década tras década, parece ensanchar su espacio en el canon cultural de los tiempos modernos. Pero apenas podía verse como algo más que un par de sencillas canciones de amor, hace hoy cincuenta años.

jueves, 16 de agosto de 2012

It was 50 years ago today (16.8.1962)


Hace hoy cincuenta años, el 16 de agosto de 1962, el joven y apuesto Pete Best, batería de los Beatles, se dirige a media mañana a la oficina que el manager del grupo Brian Epstein ocupa en su tienda de discos NEMS, en el centro de Liverpool. Allí ha sido convocado para hablar de algo que él presume referente a asuntos de gestión. Best ignora que su vida está a punto de cambiar de rumbo; o mejor dicho, que su vida va a cambiar para siempre por no seguir su rumbo previsible. Acaba de cumplir dos años con los Beatles, desde que el 12 de agosto de 1960, la víspera de la marcha del grupo a Hamburgo, fuera contratado a falta de batería fijo. Pero su relación con ellos venía de más atrás: un año antes de esa partida, los entonces Quarrymen, sin batería ninguno, habían inaugurado el Casbah Coffee Club, un local de música en vivo habilitado en el sótano de la casa de Mona Best, madre de Pete y a la sazón pareja de Neil Aspinall, que ya entonces era el conductor de la furgoneta. Con Pete los Beatles se han curtido en Alemania y han cosechado un éxito creciente en Liverpool y el Merseyside. Los hitos principales de su progresión son muy recientes: el 6 de junio han realizado, en la sede londinense de EMI, una sesión de grabación de prueba (en ella Best ha tocado la batería en la primera versión hoy audible de “Love Me Do”); y en julio Epstein ha firmado con EMI el ansiado contrato discográfico.

La tienda NEMS en los años 60
El edificio cuando lo fotografié en 2007

Por una vez, los testimonios directos de la entrevista (claro está, los de Epstein y Best) coinciden en lo esencial. En sus memorias, Epstein despacha el asunto en cuatro líneas, tal vez como sentía que lo había resuelto en la realidad; Best, en sus diversos relatos del episodio, apunta detalles de ambiente y situación, como corresponde a una observación mucho más atenta a todo lo que pueda contribuir a elucidar un momento de tal trascendencia. El caballeroso manager está tenso y extraño cuando recibe al muchacho; tras unos pocos rodeos, le suelta a bocajarro que sus compañeros han decidido desprenderse de él y poner en su lugar a Ringo Starr, colega y amigo que todos conocen. Preguntado por el motivo, responde que consideran (los músicos, no él) que su forma de tocar la batería no está a la altura del grupo. Best niega tal cosa, pero de nada sirve: la decisión ya ha sido tomada; Ringo (que esos días se halla tocando con su grupo en un campamento de vacaciones y ha sido consultado por teléfono) ha aceptado la oferta y empieza a tocar dos días después; solo piden a Pete que tenga el gesto de cumplir los compromisos restantes hasta la sustitución. Aturdido, como si le hubieran soltado un puñetazo, Best balbucea que sí, que vale, que lo que quieran. Y se va. Para siempre.


Con el paso de los años, Best ha referido hasta la saciedad, en entrevistas, libros y programas de televisión, lo que hizo aquel día: con quién habló y cuánto bebió, cómo comunicó la noticia a su madre y rompió a llorar; después, sus angustias, su asunción de aquel revés traumático; sobre todo, su perplejidad por el silencio sepulcral, eterno, de los antiguos camaradas; por último, su aceptación de los hechos, su lectura moral, con la apreciación madura de la vida sencilla que fue la suya, alejada de éxitos, idolatrías y millones, pero también de turbulencias y abismos. No le salió gratis alcanzar esa serenidad: varias depresiones y un intento de suicidio. Ahora bien: si lo sucedido en la entrevista como tal parece diáfano, cosa muy distinta puede decirse de las razones subyacentes a la decisión, muy drástica si se consideran los antecedentes de Pete con los Beatles. Es este uno de los enigmas mejor guardados de la historia del rock, pese a haber sido escudriñado a conciencia; un enigma que hoy solo una persona, Paul McCartney, podría esclarecer si quisiera. Se ha elucubrado sin fin sobre ello y, en definitiva, solo cuatro factores parecen revestir verosimilitud. Dos son los esgrimidos por los responsables de la decisión; otros dos son los nunca confesados y acaso inconfesables.


Según Epstein, los otros tres Beatles le pidieron que echara a Pete porque no les gustaba su forma de tocar la batería. Dudoso: llevaban dos años tocando juntos, habían grabado en Hamburgo un single muy digno con Tony Sheridan y las cosas iban bien. Como instrumentista, Best era mediano, pero también lo eran entonces los demás (exceptuado Paul, el más versátil e instruido). Si se atiende a las grabaciones, su aportación no desmerece del sonido global del grupo; e igual que todos mejoraron podía mejorar él. Cierto que el productor George Martin, tras la sesión del 6 de junio, había indicado que no estaba satisfecho con la batería y que para la siguiente sesión contrataría a un músico de estudio, cosa que no hizo; pero el propio Martin se ha hartado de repetir que esto era algo frecuente y normal, y que no suponía en absoluto la necesidad de sustituir a Pete como miembro de la banda. De hecho, Martin emitió el mismo juicio cuando, una vez expulsado Pete, oyó tocar a Ringo el 4 de septiembre, y por eso contrató a Andy White para la sesión que tuvo lugar una semana después. La otra supuesta razón radicaría en su personalidad: Pete, según este reproche, sería un tipo retraído y taciturno, que no participaba en el ambiente desenfadado y jovial reinante entre los Beatles. Se ha citado como ejemplo de su supuesta falta de integración el hecho de que no cambiara su peinado por el famoso flequillo y mantuviera su tupé. Pelambreras aparte, el argumento de la falta de empatía es falaz: en primer lugar, quien esto escribe sabe por experiencia que el batería suele ocupar un lugar alejado y discreto, un espacio de fondo (en esto, las maneras dicharacheras de Ringo fueron una excepción); en segundo lugar, parece que Pete, en efecto, alimentaba desde ese segundo plano una imagen algo circunspecta y distante, pero es obvio que esta, lejos de menoscabar su atractivo, lo potenciaba muy notablemente; por último, todas las fotos espontáneas de aquellos años lo muestran en actitud de plena camaradería, partícipe de cervezas, cachondeo y calaveradas.

Los dos motivos inconfesables no tienen nada de original: son la competencia personal y el dinero. Pete era el Beatle más guapo, el que más gustaba a las chicas. Aunque los favores femeninos no escaseaban para los demás, la gran popularidad de Best (casi como subrayada por su propio apellido) podía resultar desventajosa para alguno de los egos que empezaban a desatarse... Por increíble que pueda hoy parecer, en aquel momento el atractivo físico de Best podía, por imperativos comerciales, granjearle una posición de liderazgo, ya que entonces era normal que en los gurpos musicales hubiera una figura central: riesgo más que vertiginoso para John y Paul. El otro motivo, el más delicado y determinante, viene dado por los problemas legales y económicos que, en vísperas de la comercialización de los discos, podía plantear la relación con Mona Best, la madre de Pete. Antes de aparecer Brian Epstein, y gracias a su condición de dueña del local Casbah Coffee Club, Mona había actuado en cierta medida como manager de facto del grupo, organizando el calendario y la intendencia. Todavía en 1962 era frecuente que Brian y ella concertaran remuneraciones, contratos, elección de los lugares para las actuaciones… Mona era una especie de segundo manager en la sombra y, de cara a la fase comercial que se iniciaba, esa figura era incomodísima. De modo que el sacrificado habría sido su hijo, sin vacilaciones, en el momento crucial: cuando, por decir así, la cosa iba en serio. El pacto de silencio y el apego unánime a una versión oficial casan bien con esta motivación.

Cambio de imagen, del cuero a los trajes, entre dos sesiones fotográficas
promocionales: diciembre de 1961 y junio de 1962. Pete mantiene su tupé.

Mona y Pete Best
La casa de Mona Best, sede del Casbah Coffe Club

En suma, todo parece indicar que el juicio adverso de George Martin sirvió esencialmente para justificar y dar carta de naturaleza musical a una decisión que solucionaba de un plumazo, en un momento crítico y para los principales protagonistas, diversos y escabrosos problemas que nada tenían que ver con la música. Con la incorporación de Starr al grupo en la actuación de ese mismo sábado, 18 de agosto de 1962, se cerrará el final del comienzo. Nosotros, con nuestra perspectiva, no podemos disociar de la música de los Beatles la percusión entre abrupta y premiosa de Ringo, en la que predominaron la sencillez y la discreción, pero que conoció momentos de enorme complejidad y brillantez, particularmente en los álbumes Revolver (1966) y Sgt. Pepper (1967). No hay por qué dudar que cualquier baterista de mediana aptitud y cierta capacidad de adaptación, como era Best, habría acompañado con pertinencia la música del grupo hasta ese punto de su avance musical; lo que ya resulta menos probable es que cualquier baterista hubiera evolucionado hacia las cotas que alcanza Starkey en sus momentos de esplendor: la fuerza acerba de “Taxman”; la somnolencia de “I'm Only Sleeping”; el ensamblaje desconcertado y tambaleante de “She Said She Said” y “Rain”; la fuga alucinatoria de “Tomorrow Never Knows”; la trepidación visionaria de “Strawberry Fields Forever”; las figuras caligrafiadas, casi habladas, que pespuntean la escalofriante narración de Lennon en “A Day In The Life”; la exacta profundidad de la percusión en Abbey Road (1969)… Pero si todo ello es ahora materia de pura especulación, más aún lo habría sido en aquel verano de Liverpool, hace hoy cincuenta años.


domingo, 24 de junio de 2012

Con Francisco Brines en Elca

Pronto se cumplirá un año desde que visité a Francisco Brines en Elca. Había avisado al poeta por teléfono, y su voz pausada me había contestado con gentileza: que estaba algo débil, que tenía compromisos y ajetreos, que estaría encantado de recibirme unos días después. En esa breve conversación me transmitió lo que era ya su principal inquietud: marcharse sin causar molestias a sus familiares y allegados. “Si uno ha tenido oportunidad de vivir, y de hacerlo intensamente, justo es que ellos también lo hagan y no esté uno estorbándoles”.

El camino hacia Elca arranca de los confines borrosos del fondo interior de Oliva, donde una zona de talleres, casas chatas y oscuros bares, vecina al polígono industrial, se diluye, cerro arriba, a lo largo de varios caminos asfaltados, que se entrecruzan entre solares indefinibles, bordeados de esporádicas chumberas, fincas clausuradas, carteles comerciales con flechas que se contradicen. Como un emblema de la situación que atraviesa el país, los primeros terrenos están ocupados por fábricas de ladrillo abandonadas: grandes hangares esqueléticos, vastos patios donde se amontonan las cargas de ladrillo para los pedidos que nunca llegaron, altas chimeneas ennegrecidas y retorcidas como cuellos de diplodocus decapitados.

Todo se vuelve frescor, verdor intenso, cuando la carretera se adentra en las colinas, en un oleaje de pinos y naranjos. Los caminos son dudosos, se bifurcan: uno lleva a la mina, otro avanza hacia las lontananzas del mar, otro trepa al cerro. Prefiero llegar a la casa a pie y dejo el coche en el aparcamiento del restaurante El Mistral, bajo los pinos, a bastante distancia de la casa, cuyos accesos he estudiado previamente. El enclave es espectacular: una alfombra de naranjos en cuyo centro se arropa, casi se esconde, la vivienda de Brines, una típica casa de hacienda valenciana, blanca y cuadrangular. La delatan un grupo de altos pinos y un trazado geométrico de palmeras -las únicas en toda aquella extensión- que flanquea toda la pista de acceso: un largo codo que arranca de la carretera y dobla después en ángulo recto. Es un placer acercarse hacia ella por aquellos parajes.



El poeta abre la puerta, ensimismado, como si despertara de una meditación o una siesta; parece haber olvidado nuestra cita, pero pronto cae en ello y me acoge cordialmente. Como la tarde está pronta a extinguirse e imagino que al término de la visita no habrá luz ninguna, le pido permiso para tomarle una foto. “Claro, claro. Verá, soy muy mal posador: cuando me sacan la foto, me quedo en blanco”. Tal vez, o tal vez no, él percibe que me emociona hallarme allí: ese lugar ha inspirado algunos de los más bellos poemas del atardecer escritos en español. No digo nada. Enseguida entramos en la casa, que él, como pronto habré de entender, tiene intención de enseñarme entera. El amplio zaguán, de piso ajedrezado, está amueblado con piezas antiguas y literalmente repleto de pilas de libros y periódicos. El poeta adivina mi impresión, sonríe para sus adentros y, detenido con la mano en el pomo de la primera puerta, me avisa con una frase que intuyo ritual: “Mire usted: del mismo modo que el caracol deja un rastro de baba, yo dejo un rastro de materia impresa. Es así, no tiene remedio”.
  

El poeta está mayor, muy delgado en comparación con la imagen que tengo de él. El lado izquierdo de la camisa le cae con el peso de una cartera o libreta que lleva en el bolsillo. Del zaguán salimos al patio y, desde allí, nos internamos en una serie de espacios que conduce a un almacén; en esa especie de depósito o cámara, según me cuenta, va colocando poco a poco, conforme a un criterio que no sabe explicarme, libros que baja de la gran biblioteca del ático. Atento a encender y apagar las luces, Brines encuentra con increíble solvencia todas las llaves en un abultado manojo. En el almacén, todavía muy vacío, hay libros de toda índole, cuidadosamente ordenados en estantes discontinuos. Me regala un ejemplar de Las brasas, en la edición de Sergio Arlandis; me arriesgo a decirle que es su libro que más me gusta, y dentro de él la serie “El barranco de los pájaros”. Sonríe (como si comprendiera de algún modo ese juicio) y esboza una vaga deixis con la mano para indicar que el barranco es real: “Está aquí detrás”, dice. Aquí detrás: y yo imagino los pinares sucesivos, el corte acaso seco del pedregal, el sudor bajo el plomo fundido del estío, impresiones probablemente arbitrarias e inconexas de ese espléndido poema que resume el breve esplendor de la vida.

La visita continúa escaleras arriba. Sube despacio, frágil y seguro a un tiempo, ayudándose con el bastón y el pasamanos. De vez en cuando se detiene unos instantes para explicarme historias familiares, o la organización de su intendencia; me  cuenta que apenas sale de Elca (antes iba un poco a Madrid, por lo de la Academia); me habla de sus arrechuchos cardíacos, de la muerte que afronta con naturalidad. “Hay que quitarle solemnidad, es un hecho biológico y nada más. De la nada en que estábamos volvemos a la nada, y punto”. El caserón es enorme. Ante cada puerta se detiene, con la mano en el picaporte, para hacer algún comentario sobre lo que le pregunto. Me cita a su paisano Ausiàs March: “La carn vol carn”. Atravesamos salas de estar inundadas de libros y periódicos, otras despejadas y amuebladas en estilo rococó, que claramente no utiliza. En uno de los pisos se halla un gabinete donde se conservan los libros más antiguos y valiosos. Extrae de una vitrina y hojea un Virgilio del siglo XVI, en latín. “Ese sí que era uno de los grandes”, le digo. “Y tanto”, responde. Me muestra una ilustre Historia de Valencia, en la que le hago observar que falta el primer cuadernillo del primer tomo: “Pues tiene usted razón”. Llegamos a una estancia que acoge, perfectamente dispuesta, la alcoba de sus padres, traída desde Valencia. “Ahí fui engendrado”, dice, señalando la cama. En la pared cuelgan los retratos familiares, que fotografío, siempre con su permiso.


Llegamos, por último, al ático, que alberga la descomunal biblioteca matriz. Hay libros por todas partes: en cajas, sobre repisas, encima de pequeñas mesas, apilados por el suelo… Pero el poeta sabe dónde está todo: “Ahí Valle-Inclán; ahí Vallejo, y Neruda en primeras ediciones; aquí Juan Ramón…” Veo el Boletín de la Fundación Federico García Lorca y aprovecho para aproximarme a él de algún modo: le indico que ambos hemos publicado juntos en un mismo número, el 16, de 1994. Además, le señalo que hay una errata gruesa en el título de uno de sus poemas, donde el laurel ha sido cambiado por un ángel. Lo comprueba. “Pues tiene usted razón”. Y van dos. Hablamos de su generación, en la que le confieso que me han interesado sobre todo, por diversos motivos, la voz de Claudio Rodríguez (la celebración), la de José Ángel Valente (la contemplación) y la suya (la elegía). “No olvide usted a Gil de Biedma”. Claro que no lo olvido, pero creo que el valor de su poesía ha sido magnificado por la crítica oficial, pienso sin decirlo. “Solo me interesa la poesía que surge de la vida, que es vida”, resume él. Señalo la presencia del Cossío, y él me confirma su afición a los toros y al fútbol. Todo esto es apabullante. “¿No debería alguien catalogar toda la biblioteca, y sus manuscritos y cartas? No sé, tal vez algún organismo público, alguna Fundación...” La respuesta es obvia: “Imagínese: como si eso pudiera ser una prioridad”.


Nos paramos, por fin, ante un cuadro que recoge, junto con una pintura, una reproducción manuscrita por él del último poema de su último libro: “La última costa”. Me confiesa que está satisfecho con ese poema: le quedó como quería.


Hemos visto todo, aunque sea someramente. Bajamos y nos sentamos en torno a una mesa camilla que hay en el zaguán. Intercambiamos libros, separatas, dedicatorias; nos sacamos una foto con el retardador de mi cámara. Lástima: cuando empezaba lo bueno, y el poeta me preguntaba sobre mis andanzas, me contaba anécdotas de su tiempo y sus amigos, abordábamos sus magisterios, sus ideas poéticas, la poesía actual… tengo que irme. Me invita para una segunda ocasión. Salimos, y Brines está preocupado. “Pero hombre, ahora todo eso está muy oscuro. Debería usted haber entrado con el coche”. “No quería irrumpir de esa manera en un lugar sagrado”, contesto. Sonríe una vez más, entre comprensivo y severo: “La próxima vez no lo dude, venga hasta la casa con el coche”. Me alejo andando por la pista en oscuridad absoluta, sintiendo la presencia alta y estática de las palmeras, iluminando apenas mis pasos con la pantalla del móvil encendido. Antes de girar en el recodo de noventa grados, vuelvo la vista atrás: bajo el tenue farolillo de la puerta de entrada, el poeta permanece inmóvil, escrutando inquieto la espesa penumbra, incapaz ya de ver cómo me fundo a la noche.

LA ÚLTIMA COSTA

Había una barcaza, con personajes torvos,
en la orilla dispuesta. La noche de la tierra,
sepultada.
                Y más allá aquel barco, de luces mortecinas,
en donde se apiñaba, con fervor, aunque triste,
un gentío enlutado.
                              Enfrente, aquella bruma
cerrada bajo un cielo sin firmamento ya.
Y una barca esperando, y otras varadas.

Llegábamos exhaustos, con la carne tirante, algo seca.
Un aire inmóvil, con flecos de humedad,
                                                                 flotaba en el lugar.
Todo estaba dispuesto.
                                     La niebla, aún más cerrada,
exigía partir. Yo tenía los ojos velados por las lágrimas.
Dispusimos los remos desgastados
y como esclavos, mudos,
empujamos aquellas aguas negras.

Mi madre me miraba, muy fija, desde el barco
en el viaje aquel de todos a la niebla.

domingo, 29 de abril de 2012

Cuatro sinólogas españolas

Cuando terminé mis estudios de secundaria en 1981, no existía la sinología en España. El interés por el mundo chino era cosa de jesuitas eruditos y viajeros (ejemplos de una honrosa y larga tradición) y de algún que otro raro y muy meritorio francotirador, caso de Iñaki Preciado o de Taciana Fisac. Tampoco había titulaciones universitarias en la materia (y, dicho de paso, fue esa realidad la que me hizo desistir de emprender la vía china, que transitaría después, y me decidió a matricularme en Filología Hispánica). Hoy podemos decir que se ha consolidado en nuestro país una escuela de sinología moderna y rigurosa. En ese alentador panorama destacan cuatro mujeres: dos son catalanas, dos madrileñas, y sus líneas de actividad e investigación en torno al mundo chino parten de sus respectivos ámbitos de interés personal y profesional, a saber: la historia, el arte, la poesía y la traducción.

Dolors Folch Fornesa

Nació en Barcelona. Actualmente es directora de la Escola d’Estudis de l’Asia Oriental de la Universidad Pompeu Fabra. Se doctoró en Historia por la Universidad Autónoma de Barcelona en 1991, en la especialidad de Historia Antigua. Sus investigaciones versan principalmente sobre las relaciones de China con la Europa del siglo XVI, durante la dinastía Ming. Ha escrito una importante monografía sobre la época fundacional de la civilización china: La construcció de Xina (2001; trad. cast. 2002); también ha traducido títulos como Christine Shimizu, El arte chino (1987), y Jacques Gernet, El mundo chino (2005), manual clásico de la sinología francesa contemporánea. Dirige el proyecto “La China de España”, digitalización de documentos referentes a China, en castellano, datados de 1655 a 1900. Colaboró con el poeta Marià Manent en las versiones de poesía clásica china que este hizo al catalán, como ya anoté en otra página de este cuaderno.
  



Isabel Cervera Fernández

Nació en Madrid en 1959. Es doctora en Historia del Arte por la Universidad Complutense de Madrid y hoy enseña en el Departamento de Historia y Teoría del Arte de la Universidad Autónoma de Madrid. Entre sus principales publicaciones se hallan La vía de la caligrafía (1989), Historia del arte chino (1991-1992) y Arte y cultura en China (1997). Tuve la suerte de conocer a Isabel en Pekín, en 1988, cuando ella estudiaba arte chino en la veterana Universidad de Pekín y yo era lector de español en la más reciente Universidad de Estudios Extranjeros. Recuerdo haberla visitado en el maravilloso campus de Beida y haber tomado un té con ella en el muy elemental dormitorio que compartía con otra estudiante extranjera. Unos años después, me hizo mucha ilusión leer sus colaboraciones en un generoso y bien montado monográfico de la revista El Paseante, 20-22 (1993), y comprobar que su esfuerzo de formación empezaba a dar fruto.



Pilar González España

Nació en Madrid en 1960. Es licenciada en Filología Hispánica y Sinología, fue profesora de español en la Universidad de Pekín y actualmente lo es en el Centro de Estudios de Asia Oriental de la Universidad Autónoma de Madrid. Conozco un libro de poemas suyo, El cielo y el poder (1997), interesante elaboración de cada uno de los 64 hexagramas del Yi Jing o Libro de las Mutaciones. Pilar entra en el mundo chino a partir de su dedicación poética y de su interés por el taoísmo, ámbitos que convergen en traducciones de diversa índole: Los capítulos interiores de Zhuang Zi (1998), parte de ese clásico taoísta; Li Qingzhao, Poesía completa (2010), la de esta poetisa de la dinastía Song; Lu Ji, Prosopoema del arte de la escritura (2010), antiguo tratado de poética; Wang Wei, Poemas del río Wang (2004), serie deslumbrante de uno de los grandes poetas de la dinastía Tang.





Anne-Hélène Suárez Girard

Nació en Barcelona en 1960. Es profesora de lengua y literatura chinas y traducción del chino en la Universidad Autónoma de Barcelona. Su extensa labor de traducción, que le ha valido varios premios, se realiza a partir sobre todo del chino y el francés, y abarca muy diversos géneros. He aquí algunos de sus títulos relacionados con el mundo chino: Confucio, Lun yu. Reflexiones y enseñanzas (1997), traducción de las Analectas del maestro; Lao Zi, Libro del curso y de la virtud (1998), nueva versión del padre del taoísmo; François Jullien, Elogio de lo insípido (1998), breve tratado estético del sinólogo francés; Anne Cheng, Historia del pensamiento chino (2002); Yu Hua, Vivir (2010), novela actual. Yo destacaría el acierto de sus versiones de tres grandes poetas de la dinastía Tang, particularmente en el famoso y sugestivo género del jue ju: 99 cuartetos de Wang Wei y su círculo (2000); 111 cuartetos de Bai Juyi (2003); A punto de partir. 100 poemas de Li Bai (2005).



Con admiración, y no sin cierta y sanísima envidia, les he ensamblado esta página, publicitaria en el mejor sentido que conozco. Pronto espero poder dar noticia más cumplida de alguno de sus trabajos.

martes, 14 de febrero de 2012

Blasón del coño

Desde las letras y las artes, el sexo femenino nos ha mirado tradicionalmente con ojos de ser mitológico, arcano. Invisible en la estatuaria y la pintura, por ejemplo, si se compara con su homólogo masculino, siempre tan ostentoso; críptico y traslaticio en la literatura, si se  exceptúa lo más obviamente procaz (Marcial) y algún que otro atrevimiento galante (Ronsard, Verlaine). Por lo demás, el coño ha sido, como Yahvé, un inefable, un tetragrámaton cuya realidad ontológica se replegaba sobre sí misma. Nombrarlo o verlo suponía una auténtica revelación, como sugería la muchacha del romance:

                                     pues lo que tengo encubierto
                                     maravilla es de lo ver.

De las proteicas y enrevesadas manifestaciones del coño dan testimonio, por ejemplo, la antología poética realizada por Juan Abad, El origen del mundo (2004), y, en un plano cultural más amplio, el estudio de Alberto Hernando, Cunnus: represión e insumisiones del sexo femenino (1996). Y parece que, de un tiempo a esta parte, el motivo se aborda con más resuelto desparpajo. Recuerdo entre nosotros un hermoso libro de poemas de José Ángel Valente, Mandorla (1982); después, constan algunas curiosas variantes, como el inventario narrativo de Juan Manuel de Prada (1996), la poesía festiva del Conde de Abascal (1999) o los microrrelatos reunidos por Carlos Maza y otros (2008). Señalemos al paso que las ediciones de estos libros, mayoritariamente, reproducen en sus cubiertas (y alguna en el título) el controvertido cuadro de Gustave Courbet, L’origine du monde (1866), que marcó un antes y un después y que es ya casi emblema de una actitud moral y social: la descarada mostración de lo oculto.


Sigamos. En la literatura francesa, el blason es un poema que describe con detalle algún objeto o ser, en principio para elogiar sus virtudes y cualidades, como da a entender el recurso a un término procedente de la heráldica. En sus orígenes, que se remontan al siglo XV, parece ser que este tipo de composición tirando a convencional surgió como descripción minuciosa de las diversas partes del cuerpo femenino, y en esa tradición cortesana se inscribe la moda que atravesó buena parte del siglo XVI. Durante este siglo a un tiempo sesudo y retozón, el género alcanza su apogeo, aplicándose no sólo a las partes del cuerpo (frente, rodilla, ceja, ojo, cabello, pie, nariz), sino a procesos o actos (voz, mirada, suspiro, risa, abrazo, muerte), e incluso a objetos relacionados con la mujer (pulsera, pasador, anillo, espejo). Entre los autores que cultivan esa técnica se hallan algunos tan populares como Maurice Scève o Clément Marot. Las compilaciones, tanto contemporáneas como posteriores, abundan.



Pues bien, hubo algún poeta gamberro que se atrevió a dedicar un blason al coño, de forma que el propio Marot, que había marcado la pauta dominante con su picaruelo Blason du Beau Tétin (1535), acabó por ponerse melindroso y repudiar el cántico de tan elevados encomios a partes “que la naturaleza acostumbra ocultar” (lo dijo en verso). Se generó así una modesta "querella del blasón", tan graciosa como insustancial, en la que terciaron varios poetas célebres. Como haciéndose eco de este antiguo rifirrafe, mucho tiempo después, el gran Georges Brassens, en “Le blason” (1972), se quejaba jocoseriamente de no poder elogiar con su propio nombre esa parte privilegiada de la mujer porque su denominación francesa, con, sirve también para designar lo que en español llamamos un gilipollas. De modo que la cosa llegó bastante lejos, o cerca, según se mire. No me he detenido ahora a mirar si en la literatura española tuvo esa línea poética especial resonancia; claro está que no reconocemos esa acepción de nuestro vocablo blasón, aunque el DRAE recoge su relación de sinonimia con honor y, además, a través del verbo blasonar, está claro que su ámbito semántico conecta con la noción de alabanza. Aquí va pues, como divertimento, un blasón del coño, original y traducido.

Guillaume Bochetel (muerto en 1558)

BLASON DU CON

O con gentil, con mignon, con joly,
Con rondelet, con net, con bien poly,
Con ombragé d'ung petit poil follet,
Con où n'y a rien difforme ou de laid.
Con, petit con, dont la bouche vermeille,
A faict dresser à maint grand vit l'oreille;
Con que l'on doit plus qu'un sainct tenir cher,
Quand ainsi faict resusciter la chair.
O con, qui peult à ta louange tendre?
Où est l'engin qui te puisse comprendre?
Con est d'amour le thresor et domaine,
Con la forge de quoi nature humaine
Faict ses divins et excellens ouvrages.
Con est de mort reparant les dommages;
Con est la fin dont amour se couronne,
Con est le prix dont amour se guerdonne.
Somme, le con, quant tout est bien compris,
Sur le surplus doit emporter le pris.
Il est bien vray que l'oeil l'amour attire,
Mais le con est l'amour qui se desire.
L'oeil la pierre est qui la chasse decore,
Mais con le sainct que dedans on adore,
Et où chascun en reverence grande,
A deux genoux vient offrir son offrande.
Or de la bouche elle a bien bonne grace,
Et croy pour vray que la première place
Doibt obtenir au service du con,
Car trop mieux qu'autre elle sçait sa leçon,
Pour refuser ou accorder l'entrée
De l'amoureuse et plaisante contrée;
Touchant la main elle est propre et aduicte
Pour con servir de loyalle conduite,
Estre près de luy, et prompt à ses affaires
Les plus secretz et les plus necessaires.
De ce tetin il n'en fault point mentir,
Je ne sçay quoy à qui le cueur sentir,
Prochain parent et de nature mesme
De ce con cy, qui est cher comme cresme.
Quand au regard de sa cuisse bien faite,
Blanche, eslevée, ronde, dure et refaicte,
C'est le beau lict où le con se repose.
Ce con plaisant, ce con tant digne chose,
Que je puis dire, et sans imputer vice,
Au residu, tout faict pour son service:
Doncques du corps entier au departy,
Je prens le con pour le meilleur party.

BLASÓN DEL COÑO

Oh coño lindo, coño tan bonito,
coño terso, parejo y redondito,
de travieso pelillo sombreado,
de toda fealdad exonerado.
Coñito que con tu boca bermeja
del prócer yergues rápido la oreja.
Coño que tienes condición bendita,
ya que por ti la carne resucita.
¿Quién podrá, coño, entonar tu alabanza?,
¿cuál es la inteligencia que te alcanza?
Coño es de amor morada soberana,
es el taller en que natura humana
fabrica obras excelsas y divinas.
Coño repara de muerte las ruinas,
coño es la meta que el amor corona,
coño es trofeo que al amor se dona.
El coño, pues, si bien se mira en esto,
se ha de llevar la palma sobre el resto.
Cierto que amor tiene en el ojo imán,
pero hacia el coño sus anhelos van.
Del relicario el ojo es un joyel,
pero el coño es el santo que hay en él,
al que con reverente sumisión
de rodillas rendimos oblación.
La boca colabora diligente
y cumple, creo, muy sobresaliente
cometido del coño en beneficio,
pues es la que mejor sabe el oficio
de denegar o conceder la entrada
a la zona amorosa y regalada.
También la mano, idónea y cabal,
hacia el coño se muestra muy leal,
siempre cerca y atenta a sus decretos
más necesarios cuanto más secretos.
De las tetas diré sin falsedad
que siente el corazón su afinidad
misterïosa y común ascendencia
con el coño, preciada quintaesencia.
Y añado que ese muslo tan perfecto,
liso, contorneado, firme y recto,
es bello lecho en que el coño reposa.
Coño gentil, eres tan digna cosa
que afirmo, sin acusación de vicio,
que lo debemos todo a tu servicio.
Y así del cuerpo, por no ser prolijo,
sin dudarlo un instante el coño elijo.



John Lennon, [Dibujo de Yoko Ono], Bag One (1969)